23 febrero, 2009

El poder de las imágenes: notas para una rinocerontología (VI)

El intimidatorio esqueleto pertenece a un arsinoiterio. Empezó a saberse de este animal en 1902, y se dedujo de sus restos que vivió en el Oligoceno inferior. Aunque su parecido con el rinoceronte es innegable, está más cerca, genéticamente, del elefante. Los cuernos óseos sobre la nariz y el tamaño de más de 3 metros de largo y más de 1,80 de alto debían ser altamente disuasorios para cualquier carnívoro.

En 1908, la revista de divulgación Scientific American daba noticia de la antigua existencia de la bestia:
El profesor Henry F. Osborn, que dirigió la expedición del Museo Americano de Historia Natural al desierto egipcio de Fayum, muestra ahora al público uno de los más importantes y significativos de sus hallazgos en aquel lugar: el cráneo del gigantesco arsinoiterio, uno de los mamíferos terrestres más extraordinarios del África prehistórica. El rasgo predominante y más poderoso del arsinoiterio era el largo par de aguzados cuernos que sobresalían más de medio metro hacia arriba y hacia fuera, un apéndice tan fantástico como peligroso. Una recreación llena de vida y realista nos la ofrece la ilustración adjunta del señor Charles R. Knight (cit. por Investigación y Ciencia, 0ctubre 2008, p. 4)


Charles Knight, como Durero hacia 1515, se vio en la obligación de reconstruir una imagen viva a partir de exiguos elementos a su disposición. Los cuidadosos detalles, fieles a la estructura ósea subyacente, se mezclan aquí con alguna hipótesis basada en el rinoceronte real (las orejas, por ejemplo). Pero lo más curioso, lo que motiva que traigamos aquí esta imagen, es cómo Knight ha animado la escena haciendo que la bestia bicornuta voltee por los aires a un desventurado enemigo. Aquí sí que podemos rastrear el peso de la tradición. Por un lado actúa la serie iniciada en Valeriano del rinoceronte que hace volar a sus contrincantes de un golpe, en concreto al oso, y que tiene larga descendencia, como hemos visto en el emblema de Camerarius, Vim suscitat ira, y, colateralmente, se desarrolla en la vesania corneadora que atribuían al rinoceronte autores como Ambroise Paré. Por otro lado, el perro (o quizá un lobo) que aquí vemos, en esta cruel representación voladora duplica su característica de canis reversus (quizá lupus) que analizábamos hace tiempo en una de nuestras Silvas y que, desde Horapolo hasta los Sacra symbola de Juan de Horozco, como vemos en los dos grabados de abajo (de 1574 y 1601, respectivamente), mostraban una curiosa deriva de significados.



07 febrero, 2009

El poder de las imágenes: notas para una rinocerontología (V)

Jacobus Typotius, Symbola divina et humana, III, 61. 1603

6.
A pesar del escaso cuerpo teórico que acabamos de apuntar, el Renacimiento aprovechaba cualquier imagen natural e histórica casi hasta dejarla exhausta, construyendo complejas y arbóreas taxonomías simbólicas. Esta literatura simbólica renacentista se desarrolló de modo priviliegiado en los libros de emblemas y empresas, donde la imagen visual y los diversos modos de discurso textual allí presentes se enlazaban intercambiando y modificando mutuamente sus significados. Uno de los procedimientos retóricos más frecuentes era la condensación del sentido del emblema o empresa en sentencias cuyo alcance debía completar el lector apelando a sus conocimientos y a su capacidad de desciframiento. El mote o inscriptio legible ya en el interior de la propia pictura era el lugar donde esta retórica de la agudeza y el ingenio se hacía, en un primer paso, evidente. El impulso de compilación del saber que anima al Renacimiento llevó rápidamente a crear libros que ofrecieran todo este repertorio de imágenes, símbolos y motes que se iban ya convirtiendo en loci communes y estructuraban el saber de la época. Entre 1531, fecha del Emblematum liber de Alciato y 1994, año en que aparece el último libro propiamente de emblemas publicado hasta la fecha, Peter Daly cuenta alrdedor de 6.500 títulos diferentes del género, tanto en latín como en lenguas vernáculas. La bibliografía sobre el tema empieza a ser extensa (el último libro comprensivo, puesto al día y que ofrece un completo y voluminoso análisis de esta literatura es Peter M. Daly (ed.), Companion to Emblem Studies, Nueva York: AMS Press, 2008). Para las imprese caballerescas, que son uno de los orígenes del emblema, se creó pronto el primer repositorio renacentista: el de Claude Paradin, Devises Heroïques (Lyon, 1551). Pero a continuación, uno de los más influyentes iba a ser el de Paolo Giovio, a quien ya mencionamos antes como historiador con su relato único sobre el dibujo del rinoceronte. En efecto, en su Dialogo dell'Imprese Militari et Amorose (Roma, 1555) nos volveremos a encontrar al animal. Esta vez, Giovio lo propone como empresa adecuada para el gran señor de Florencia, el duque Alessandro di Medici, y copia para su ilustración el modelo de Daniel Kandel (Cosmographia) añadiendo un mote en español: «Non buelvo sin vencer».

Y así yo le di aquel fiero animal llamado Rinoceronte, enemigo capital del Elefante, que habiéndolo enviado a Roma Don Manuel Rey de Portugal para que combatiese con él, habiéndolo visto en Provenza donde lo desembarcaron, se ahogó en la mar por causa de una gran tormenta, en los peñascos cerca de Portovenere; no siendo posible, que se salvase, por estar encadenado, aunque sabía muy bien nadar [...]. Mas con todo eso trajeron su retrato a Roma, con su figura, y tamaño; lo cual fue por el mes de febrero del año del S. MDXV. con la relación de su naturaleza; la cual según Plinio, y así como lo cuentan los Portugueses, es ir a buscar el Elefante, y combatiéndolo; y hiriéndolo debajo de la barriga, con un duro, y agudo cuerno, que tiene en la frente, no deja al enemigo, ni el combate, hasta que no lo ha derribado, y muerto; lo cual las más veces le sucede, cuando el Elefante con su trompa no lo ase por la garganta, y lo ahoga, allegándosele cerca. Hizo pues la forma del dicho Rinoceronte en riquísimas bordaduras de oro, que asimismo le servían de cubiertas para sus caballos bárbaros muy preciados, que corren en Roma, y en otras partes el precio del palio, con un blasón encima en lengua Castellana, que decía, NO VUELVO SIN VENCER. Es a saber no tornaré atrás sin alcanzar victoria, según aquel verso, que dice, «Rhinoceros nunquam victus ab hoste redit.» Y parece que esta empresa le contentó tanto, que la hizo entallar de labor grabada en el peto de su arnés. (Diálogo de las empresas militares y amorosas, Lyon: Guillermo Roville, 1562, págs 47-49. Traducido por Alonso de Ulloa. Modernizamos el texto)
Es decir, parece que la ira y la vesania eran los únicos contenidos simbólicos que aquellos humanistas podían cargar en los lomos del rinoceronte. Dos veces lo menciona así Erasmo; Camerarius, en su emblema 2.5 (Vim suscitat ira) suma una línea distinta a los grabados sobre la ira del rinoceronte representándolo embistiendo a un oso, en la estela de Valeriano y apoyado en un epigrama de Marcial. Así, la Iconologia de Ripa describe una figura de la «Ira» como una mujer ciega que lleva una cabeza de rinoceronte en el tocado, pero la otra opción que da es representarla como mujer joven que lleva en el tocado una cabeza de oso. Añade Ripa el matiz de que el rinoceronte tarda en violentarse pero, una vez que lo hace, su actuación es ciega.


Entre los emblemistas españoles, Juan de Borja lo utiliza como emblema de animal indómito que no puede atarse a ningún yugo, y así ha de ser el hombre —dice— en su relación con los vicios (Empresas morales, Bruselas, 1680, pág. 234). Juan de Horozco, en el emblema 62 de sus Sacra symbola (Agrigento, 1601), lo coloca bajo el escueto mote de «Terror».


Juan Francisco de Villava explota el otro comportamiento complementario de que hablaba Plinio: «quando ha de pelear, se apercibe aguçando el cuerno en las piedras» (Empresas espirituales y morales, emp. 16, «Del fiel»).

Como se puede apreciar, los emblemistas exprimen cada detalle de la imagen simbólica hasta la última gota para convertirlo, en cuanto pueden, en símbolo aislado. Así lo han hecho en este caso Villava teniendo con probabilidad presente también a Camerarius en su emblema 2.4 «Non ego (re)revertar inultus».


Un caso interesante es el de Saavedra Fajardo que en sus consideraciones sobre la ira, a la que dedica su empresa VIII, bajo el mote «Prae oculis ira» no dibuja, como podríamos esperar, un rinoceronte sino un unicornio, asumiendo aquella mencionada hibridación. Ya hemos mencionado arriba el tratado de Ambroise Paré sobre el licornio, por ejemplo. L. Charbonneau-Lassay escribe en su El bestiario de Cristo. El simbolismo animal en la Antigüedad y la Edad Media un capítulo sobre el licornio y sus variantes. Una sección del mismo, la VIII, lleva el título «El rinoceronte, antítesis del licornio»:
Es el rinoceronte lo que parece describir Job con el nombre de Behemoth, el monstruo maligno, hermano de Leviatán, que vive de hierba como el toro, que lleva ante sí su espada y vive oculto “en los lotos y las ciénagas y bajo los sauces de los torrentes” –Job, L.X, 15-24–. Al contrario que el licornio, que decían que buscaba los perfumes y las cosas puras, el rinoceronte se revuelca en la turba fétida y el cieno corrupto de las tierras pantanosas: significa mancha allí donde el licornio significa pureza. Su cuerno se interpretó como uno de los emblemas del demonio del orgullo –F. D’Ayzac, “Le Taureau”. Glosa del Ms. 5016829 de la Bibliothèque Nationale de Paris, Revue d l’Art Chrétien, t. XXV, 1880, p. 15–. Digamos no obstante en su favor que algunos místicos antiguos lo consideraron imagen de la fuerza de la cólera de Dios –cf. Cloquet, Élements d’Iconographie chrétienne, p. 36– a causa de la espantosa vehemencia de sus irritaciones» (Palma de Mallorca: José J. de Olañeta Editor, 1996, t. I, p. 347).
En todo caso, Saavedra durante su comentario no dsarrollará la elección de la imagen ni volverá a mencionar animal alguno (Empresas políticas, Milán, 1642, págs. 62-66).

Por su parte, Sebastián de Covarrubias sí vio un rinoceronte vivo, el que llegó a España hacia 1579 y, ciego y con el cuerno aserrado, malvivió sus últimos días en la corte madrileña de Felipe II. Sin embargo, no lo convierte en material simbólico de su libro de emblemas, sino en una de las entradas más «enciclopédicas», interesantes y documentadas de su Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid, 1611, bajo la voz «bada»). La historia de este segundo rinoceronte, de Felipe II, nos alejaría ya de la tradición dureriana que hemos rastreado hasta aquí.

A lo largo de la edición digital de todos estos libros emprendida en Studiolum vamos siguiendo e intentando reconstruir la génesis de tales significados, analizamos el proceso por el cual los objetos visuales se van convirtiendo en símbolos, derivando sus sentidos, imbricándose unos con otros y manejando fuentes diversas. De este modo, podemos enlazar los textos y las imágenes en una red de conceptos que revela con claridad (una claridad ciertamente compleja) la riqueza del mundo cultural simbólico renacentista.

Es evidente que un tema así no se agota en unas pocas páginas, y que otras ramificaciones situadas al margen de lo que llevamos dicho deberían merecer la misma atención: la difícil representación del movimiento del rinoceronte, por ejemplo, la peculiar pelea iconográfica que mantiene con el oso en algunos tratados (que solo hemos apuntado arriba), la muy paradójica iconografía dieciochesca de la rinoceronte hembra Clara (1738-1758), que recorrió toda Centroeuropa, o la imagen de este animal fuera de la tradición europea, en India, en China... Nos paramos un momento aquí sabiendo bien que cuando uno empieza a interrogar a las imágenes, queda atrapado en la galería, pues son ellas las que ya no cesarán de observarnos y demandarnos respuestas:
The force of the image has to do less with the fact that one sees something in it than with the fact that one is seen there in it. The image sees more than it is seen. The image looks at us. (Jacques Derrida: The Work of Mourning, Chicago: University of Chicago Press, 2003, pág. 160).
Para tener una idea de la magnitud de un trabajo exhaustivo sobre este tema basta consultar la bibliografía de L. C. Rookmaaker, Bibliography of the Rhinoceros: An Analysis of the Literature on the Recent Rhinoceroses in Culture, History and Biology, Rotterdam: A. A. Balkema, 1983; o adentrarse en las páginas de The Rhino Resource Center.

Y como momentáneo colofón y amuleto contra las críticas de los maledicentes que solo viven para criticar las obras de los demás (Dios nos libre de todos ellos, amén), Jorge Ledo nos manda esta página de la Physiognomia (1586) de Giambattista della Porta donde el cuerno del rinoceronte de Durero se enfrenta a la nariz de Angelo Poliziano. Gracias, Jorge.

Nariz muy grande demuestra un hombre que reprende la obra de los otros y a quien no le gustan sino sus propias cosas, y desprecia y se burla de los otros. Plinio. Ha[n] dedicado a la nariz el reír & el murmurar bajo irrisión fingida. Quintiliano dice que con las fosas nasales y la nariz demostramos el fastidio & el desprecio, de donde aquellos que desprecian las cosas de los demás se llaman narigudos, y está ya en el proverbio «la nariz para juicio». El rinoceronte es notable por un cuerno que tiene sobre la nariz, y [es] el más narigudo de todos los animales, donde por sí mismo se toma la nariz en proverbio. Es animal de ingenio, astuto, alegre & fácil... (Della fisonomia dell'huomo, ed. de 1644, p. 84)

05 febrero, 2009

Cuesco de dátil

En el último libro de Rafael Sánchez Ferlosio, God & Gun. Apuntes de polemología (Barcelona: Destino, 2008), buena parte de la argumentación del «Libro I» se construye alrededor de la glosa de unos versos del Laberinto de Fortuna (1444) de Juan de Mena. Cita varias estrofas, pero los versos que nos interesan aparecen en la página 28:
El conde, que nunca de las abusiones
creyera, nin menos de tales señales,
dixo: «non pruevo por muy naturales,
maestro, ninguna d'aquestas raçones;
las que me dices nin bien perfeçiones
nin veras prenósticas son de verdad».
Habla de los indicios o agüeros siniestros que el maestre de la escuadra advierte y que le hacen augurar el fracaso de la batalla contra los moros que están a punto de acometer. El Conde de Niebla desprecia y rebate estos temores con los versos que arriba hemos copiado.

Dice Ferlosio:
pueden advertirse tres expresiones importantes: «abusiones», «razones naturales» y «veras prenósticas». Sigue luego, siempre en estilo directo, la réplica del conde, rebatiendo las señales infaustas o «abusiones» del maestre con una sucesión equivalente de indicios meteorológicos o «veras prenósticas» que sí serían «razones naturales» a tener en cuenta para la inconveniencia de zarpar, de ninguna de las cuales, sin embargo, hay el menor asomo en esa madrugada. (p. 28-29)
Y algo más adelante:
conviene, antes que nada, parar mientes en lo que puede significar la diferencia de que mientras las amonestaciones del maestre consisten en la sucesiva enunciación de una serie de agüeros o signos infaustos, todos ellos positivamente afirmados y, por lo tanto, dados como presentes, por el contrario, la réplica del conde, aun consistiendo igualmente en una enunciación de una serie, esta vez no es de agüeros, sino de indicios meteorológicos «naturales». (p. 30-31)
Pues bien, está claro que Juan de Mena no habla de unos indicios o señales «naturales» que se opondrían a otros puramente mágicos o supersticiosos. Nunca podría hacerlo. Si leemos bien, el conde de Niebla aplica el adjetivo a «razones». Al principio, así lo entiende Ferlosio, pero luego arrima tanto el ascua a su sardina que la sardina se le chamusca un poco. Juan de Mena no entendería sin forzar su lengua la expresión «señales naturales». En cambio, que no tenga el conde de Niebla por «muy naturales» las razones del maestre es perfectamente aceptable y coherente de pleno con la autoridad de otras razones contenidas en tomos del tipo de, por ejemplo, De naturae philosophiae (Fox Morcillo, 1560), o en la Naturalis historia de Plinio, por otro ejemplo.

Trasladando la expresión al lenguaje rápido de hoy, diríamos que las razones del maestre no le parecen «muy científicas» al conde, pero no exactamente poco fundadas en la observación de los fenómenos meteorológicos reales. Son abundantes los ejemplos en la literatura de los siglos XVI y XVII, pero nos bastará ver que podemos llegar hasta Cervantes y aún encontrar dos veces un uso parecido. Aquí son sustantivos. Primero, en la «Novela del Curioso Impertinente» (Quijote I, XXXIII): «Cuentan los naturales que el arminio es un animalejo que tiene una piel blanquísima...». Y luego, en el episodio de la Cueva de Montesinos (II, XXIII): «que Durandarte acabó [...] su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía pesar dos libras, porque, según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño».

Por supuesto, en el siglo XVII está ya en uso común el adjetivo «natural» opuesto a «sobrenatural». Autoridades, dice en la 8ª acepción: «Natural. Vale también lo que se produce por solas las fuerzas de la naturaleza, como contrapuesto a lo sobrenatural y milagroso. Lat. Naturalis. Jacint. Pol. pl. 65. Habiendo, de Dios à las Estrellas, lo que hai del poder Divino al humano, del sobrenaturál al naturál, del infinito al limitado». Pero, en cualquier caso, no es así como aparece en los versos del erudito y enfermizamente cuidadoso don Juan de Mena. Y no se le puede achacar aquí lo que para todo el Laberinto dijo (o se le atribuye) don Diego de Mendoza: «[Juan de Mena] hizo trescientas coplas cada una más dura que cuesco de dátil: las cuales, si no fuera por la bondad del Comendador griego, que trabajó noches y días en declarárnoslas, no hubiera hombre que las pudiera meter el diente ni llegar a ellas con un tiro de ballesta»

Todo lo cual no invalida, sino aumenta, el placer con que leemos siempre los textos —duros, eso sí— de Rafael Sánchez Ferlosio.

02 febrero, 2009

El poder de las imágenes: notas para una rinocerontología (IV)

4.
Y mientras la camada del rinoceronte de Durero crecía y se multiplicaba, otro vástago del mismo animal vivía una existencia mucho más oscura. Se trata de este trabajo firmado por uno de los grandes rivales de Durero en los encargos del Emperador Maximiliano, Hans Burgkmair, el pintor y grabador de Augsburgo.
Una existencia tan menguada, la de este grabado, que solo una copia original se conserva en la Albertina de Viena. Basta un golpe de vista para ver por igual las similitudes y las diferencias. Mientras ambos (y también el de Penni, recordemos) parecen derivar del mismo modelo —cosa explicable teniendo en cuenta que ambos encargos fueron hechos por Konrad Peutinger, el humanista augsburgués amigo de Durero, que pudo mostrales el mismo esbozo y descripción original enviados desde Lisboa a «los mercaderes de Nuremberg»—, Burgkmair es claramente más naturalista que Durero. Están en postura idéntica y con idénticas proporciones, pero ningún aditamento fantástico parece guiar o alterar la visión de Burgkmair. Mantiene el cepo en las patas, que contribuyó a su muerte en el naufragio; el aspecto de su piel se acerca más al de los rinocerontes indios, con sus arrugas marcadas, que a la armadura colocada por Durero; las señales redondeadas que lo cubren podrían ser, según expertos modernos, síntoma de una inflamación de la piel que afecta realmente a estos animales; e incluso el cuerno sobre su nariz huye aquí de cualquier énfasis feroz. Esta inclinación naturalista acompaña a Burgkmair en todas las comparaciones con Durero, y se hizo evidente en los carros triunfales diseñados por uno y otro para la monumental Procesión triunfal de Maximiliano I (1518-1522), por ejemplo, donde Burgkmair se inclina hacia las escenas de aire levemente bufonesco, un poco a lo Brueghel, y es Durero, más apreciado por su estilo elevado que sabe combinar cierto goticismo con todo el refinamiento quattrocentesco, quien se encarga de representar el carro alegórico del Emperador (vale la pena ampliar las imágenes para apreciar los detalles).



Así pues, era aquella adherencia fantástica, aquella especial y acertadísima estilización imaginaria que implementó Durero lo que quería ver el público, lo que cautivó su fantasía y, en definitiva, le concedió el éxito. La autenticidad de Burgkmair no interesaba. Y ya sabemos que los productos artísticos fruto de la fantasía desbocada describen a veces con mayor exactitud los valores y la esencia profunda de una época de lo que puedan hacerlo los textos costumbristas o las frías descripciones.

Una última bestia de esta estirpe —basada seguramente en el mismo boceto matriz— encontró su lugar al sol en el libro de oraciones del Emperador Maximiliano (1515), conservado en la Bibliothèque Municipal de Besançon. Su autor pudo ser Albrecht Altdorfer, que también participó en la mencionada Procesión triunfal. La anatomía de la bestia queda ahora indefinida entre Durero y Burgkmair, y el timidísimo cuernecillo que asoma en su espalda parece querer decirnos que su autor no se acaba de creer que el animal real lo tuviera pero que, ante las dudas, ahí conviene dejarlo.


Finalmente, otro ejemplo aislado de rinoceronte cuya filogénesis es difícil de rastrear habita en la sillería del coro de la iglesia de San Martín, en Minden, Westfalia. La talla es de hacia las mismas fechas, 1520, y más parece, realmente, un hijastro del animal de Burgkmair. Con todo, su figura tiene algo de raro endemismo. Un poco rudo, un poco porcino, desgraciadamente desmochado, exótico y fuera de su ambiente original, habita esta isla de madera entre vides cargadas de fruta:


5.
Qué poco se sabía de este animal cuando irrumpió en Europa. Su comportamiento y costumbres se ignoraban por completo. Se conocía muchísimo más, por ejemplo, a animales tan prodigiosos e improbables como el sucarate o el ave del paraíso, de los que siempre había algún autor dispuesto a divulgar detalles y sacar conclusiones morales (son dos ejemplos un poco posteriores a la época en que nos movemos ahora. Se traen a colación observando con qué autoridad y conocimientos de todo tipo habla de tales animales fabulosos el padre jesuita Juan Eusebio Nieremberg, en su Historia naturae, maxime peregrinae, Amberes: ex officina plantiniana Balthasaris Moreti, 1635), por no hablar del familiar unicornio y su antigua presencia en los bestiarios medievales. Si queremos una prueba primeriza de esta ignorancia, el dominico Bartolomé de Braganza, Obispo de Vicenza, monta casi enteramente su segundo sermón sobre la Virgen, en 1266, alrededor de la imagen del rinoceronte, comparando las siete propiedades que le atribuye a las de Cristo. Pero lo interesante es que la cuarta de estas propiedades le sirve en realidad para introducir en el sermón comparaciones con cuatro animales más, pues afirma que el rinoceronte tiene el cuerpo como el del caballo, su cabeza parecida a la del ciervo, su cola a la del jabalí, y en el tamaño y las patas es como un elefante (I Sermones de Beata Virgine, ed. de Laura Gaffuri, Padua: Antenore, 1993, 10-15). Aquí se mezclan las características atribuidas al unicornio y al rinoceronte.

Y todavía en 1613 Jerónimo Cortés se hará eco de esta confusión. Dice:
según escriuen dél Plinio, y Eliano, es animal tan indómito y brauo, que antes se dexa matar que caçar, cuyo cuerpo, segun Solino, es de Cauallo, la cabeça ceruina, los pies de Elefante, y la cola de Puerco. [...] Otros quieren, como Solino, y San Isidoro que el Vnicornio sea el Monoceronte, o Rinoceronte, como se lee en Griego, porque los que an escrito deste animal le atribuyen todas las qualidades, propiedades, y postura del Vnicornio, y assí quieren que todo sea vno: quien quisiere ver argumentos en contra y en pro desto que vamos tratando, lea el libro de la historia de animales terrestres, que doctamente escriuió Francisco Velez de Alcinyega Boticario en la Villa de Madrid, que allí deslinda galana, y subtilmente esta quistión» (Libro y tratado de los animales terrestres y volátiles, con la historia y propiedades dellos, Valencia: Juan Crisóstomo Garriz, 1615 –1ª ed. 1613–, 316-317).
No hemos consultado el aquí aludido Libro de los qvadrupedes y serpientes terrestres (Madrid: P. Madrigal, 1597) del farmacéutico Vélez de Arciniega pero si vamos a su posterior y muy extensa Historia de los animales más recebidos en el vso de Medicina: donde se trata para lo que cada vno entero, o parte dél aprouecha, y de la manera de su preparación (Madrid: Imprenta Real, 1613) encontraremos mil y una disquisiciones eruditas en las páginas 37-50 (con un capítulo titulado expresamente «El rinoceronte» en las págs. 47-50) que, realmente, no nos aclaran gran cosa. Tal confusión y excesos quiméricos conducían, como bien se comprende, al vacío iconográfico. El corpus teórico y experimental sobre el rinoceronte era, pues, y siguió siendo durante mucho tiempo, extraordinariamente reducido (y eso que, valga la digresión, los unicornios se encuentran incluso hoy y en lugares tan próximos como Prato, en la Toscana, como comprobará quien quiera ir a verlo).

Es cierto que el Sultán de Cambay entregó su obsequio con un cuidador, pero éste nada pudo aportar porque, aparte de hablar solo su propio idioma, murió ahogado junto con la bestia. Había pues que remitirse siempre y exclusivamente a Plinio como fuente primera:
En los mesmos juegos de Pompeyo Magno se vio el Rinoceronte: el qual tiene vn cuerno en la nariz, como se ha visto muchas vezes. Este es otro enemigo del elefante, y quando a de pelear se apercibe, aguçando el cuerno en las piedras, y siempre en la pelea acomete a herir por el vientre: el qual sabe, que es de menos resistencia, que las demas partes del cuerpo, por ser aquel cuero mas tierno. Es ygual a el enla grandeza, pero tiene las piernas mucho menores, y es su color como el box. (Traducción de los libros de … la historia natural de los animales, Madrid: Luis Sánchez, págs. 164-165)
Y Plinio solo sabía algo muy marginal o insólito en la vida «real» del rinoceronte: sus forzadas peleas contra los elefantes en el circo. Su descripción nos recuerda verdaderamente aquella otra más famosa que da de los cristianos como unas gentes que iban cantando por todo el imperio mientras los leones los despedazaban. Pero, en cualquier caso, los hombres renacentistas solo podían agarrarse a su autoridad, y a partir de ella, ayudados por el desarrollo de la idea sobre la simpatía y antipatía esencial entre todos los objetos de la creación, que tanto se desarrollaría por entonces, fijaron el tópico de la enemistad natural entre ambos animales (aquí el tratado de referencia es el de Jerónimo Fracastoro, Liber unus de sympathia et antipathia rerum, Lyon: G. Gazeio, 1530 —con múltiples reediciones—; pero ver también al mencionado J. E. Nieremberg en su Curiosa y oculta filosofía, Alcalá: María Fernández, 1649, especialmente el capítulo «De la sympatía y antipatía y efectos extraordinarios de la naturaleza», págs. 185-277. Y un interesante emblema sobre este asunto en Ioannes Sambucus, Emblemata, Amberes: Plantin, 1576, pp. 218-9: «Sympathia rerum»).

La imagen resultante cerca está del puro delirio en el libro de Ambroise Paré, con escenas en múltiples planos donde unos rinocerontes tremendamente armados no saben hacer nada más que perseguir y empitonar elefantes por doquier y durante todos los minutos de su vida. Esta será, en efecto, la única actividad que veremos del rinoceronte cuando no esté retratado en reposo.


Por descontado, lo primero que hizo el rey don Manuel de Portugal al recibir la bestia fue enfrentarla a uno de sus elefantes para comprobar la fuerza de su instinto. Y Fernandes escribe en su carta:
Et quanto dice… se concorda con questo che habbiamo visto et maxime circa alla inimicicia ha con lo helephante perché il di de Santa Trinità essendo lo helepante incluso in cierto circulo apreso al palazo dil Re. Et essendo menato in tal loco lo sopraditto Rhynoceron: Io vidi inmediate che il ditto helephante lebbe vista comincio con furore volgersi hor diqua hor dila fugiendo et aproximandose corente a una finestra ferrata di ferri grossi come il brazo la prese con sui denti et sua probosido cio e narre in guisa di tromba et quella rupe et fracaso.
Quod erat demonstrandum. El resumen de esta científica prueba no pudo dejar de anotarse en la cabecera del grabado de Durero, asentando también ahí, hacia el futuro, otro de los estereotipos, por más que éste se hubiera probado en unas extrañas condiciones de laboratorio.

El Papa León X también quiso poner en acto las palabras de Plinio. Tenía por entonces un elefante muy querido, Hanno, que el mismo rey Don Manuel le había enviado en 1513. Tras el naufragio, recuperaron el cadáver del rinoceronte y, mal disecado y relleno de paja, lo llevaron a la corte papal. León X lo colocó como señuelo en la arena, en frente del elefante. Ignoramos los resultados. Lawrence Norfolk novela el episodio en su The pope’s rhinoceros (trad. española, Barcelona: Anagrama, 1998) pero en este momento del relato las ratas hacen que el anfiteatro se inunde de agua (ratas: justo el otro animal con el que el elefante mantiene una «antipatía» insuperable en la literatura simbólica de la época) y nos quedamos, también en la ficción, ignorantes del fin.

Ciertamente, una infantil o hasta malsana curiosidad debe subyacer al interés que la lucha entre estos dos pesos pesados ha despertado hasta hoy mismo, como comprobará quien pinche este vídeo.

Pero la historia de esta imagen o grupo de imágenes no acaba aquí. Todavía nos queda algo por añadir en próximas entradas.