26 marzo, 2010

Escrito en el agua




Verba volant, scripta manent, decían los antiguos. Pero como sabían bien lo poco que valen los scripta que no contengan en su interior, como una pepita de oro, la intención firme de tocar la realidad, a lo que nosotros a veces llamamos «dar voces o clamar en el desierto», ellos, en un elegante oxímoron más relacionado con el acto de la escritura, lo definieron como in aqua scribere, «escribir en el agua».

Erasmo consideraba todo esto cuando incluyó el proverbio In aqua scribis (1.4.56) entre los Adagia antiguos sobre cosas inútiles —Aethiopem lavas, blanqueas al negro; Ferrum natare doces, enseñas a nadar al hierro; Cribro aquam haurire, sacar agua con un cedazo; Parieti loqueris, hablar con las paredes— y otros de este tenor que llenan más de la mitad de la Centuria 1.4 de sus Adagia (y que tradujo en 1598 el húngaro János Baranyai Decsi bajo título general de Haszontalan dolgot czeleködni, Realizar actividades ociosas).

Erasmo ilustró este adagio con una mayoría de fuentes griegas. En el Tirano (21) de Luciano, Hermes advierte a Caronte, el barquero del infierno: «Bromeas o, como se suele decir, escribes en el agua si esperas algún óbolo de Micilo»; y Platón en el Fedro (276c) dice acerca del «experto de la verdad, la belleza y la bondad» que «no escribirá con su pluma sobre aguas oscuras». Y, todavía, Erasmo convierte un comentario de la comedia de Aristófanes, Las avispas, en proverbio: Ἀνδρῶν δὲ φαύλων ὄρκον εἰς ὕδωρ γράφε – El juramento de un malvado ha de escribirse en el agua. También cita autores latinos, principalmente a Catulo (70,2-3):

…Mulier cupido quod dicit amanti
In vento et rapida scribere oportet aqua.

... Lo que una mujer dice a su ansioso amante
ha de escribirse en el viento y en el agua que corre.

Ya vimos que los antiguos proverbios condenatorios a menudo se invirtieron en sentido positivo en el siglo de Erasmo. Esto le sucedió a la metáfora de «escribir en el agua». El propio Erasmo tuvo parte de culpa en esto al subrayar que de Cristo solo se dice que escribiera una vez, y aún en este único caso lo hizo en el polvo. En Juan 8:1-11, la historia de la mujer adúltera, los fariseos preguntan a Jesús si deben lapidarla como Moisés había mandado.

Esto decían probándolo, para tener de qué acusarlo. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: —El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, fueron saliendo uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los más jóvenes; sólo quedaron Jesús y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: —Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: —Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: —Ni yo te condeno; vete y no peques más.

Photis Kontoglou: Cristo escribiendo en el polvo, 1924

Los humanistas del Renacimiento llenaron tomos enteros de conjeturas acerca de qué escribió Jesús en el polvo. Varios exégetas señalaron que esta escena contiene una referencia a Jeremías 17:13: «todos los que te dejan serán avergonzados, y los que se apartan de ti serán inscritos en el polvo, porque dejaron a Jehová, manantial de aguas vivas.» Pero todos coincidían en que lo que Jesús escribió, ciertamente, no fue algo ocioso. Al contrario, recordaban también el pasaje de Mt 24:35: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.»

La metáfora de las palabras escritas en un material lábil o transitorio pero que, no obstante, perduran por siempre se convirtió así en imagen muy repetida en la literatura. Rudolf Wittkower describe en detalle, en Nacidos bajo el signo de Saturno, cómo la idea del artista por «inspiración divina», el artifex y poeta divus tal como se desarrolló desde principios del siglo XVI, incorporó también varios elementos de sacralidad que antes estaban reservados a Dios solamente. Entre ellos estaba el motivo anterior, que de este modo iba a ser utilizado por los nuevos poetas –ay, la vanidad– para simbolizar la eternidad de sus propias obras. La nueva metáfora se encuentra expandida en el Soneto 75 de Edmund Spenser (1552-1599):

One day I wrote her name upon the strand,
But came the waves and washed it away:
Agayne I wrote it with a second hand,
But came the tyde, and made my paynes his pray.
“Vayne man,” sayd she, “that doest in vaine assay.
A mortall thing so to immortalize,
For I my selve shall lyke to this decay,
and eek my name bee wyped out lykewize.”
“Not so,” quod I, “let baser things devize,
To dy in dust, but you shall live by fame:
My verse your vertues rare shall eternize,
And in the heavens wryte your glorious name.
Where whenas death shall all the world subdew,
Our love shall live, and later life renew.”

Un día escribí su nombre sobre la arena,
pero vinieron las olas y se lo llevaron;
de nuevo lo escribí por vez segunda,
pero llegó la marea y de mis penas hizo presa.
Hombre vano, ella me dijo, que en vano pretendes
inmortalizar así a una mortal criatura,
porque yo misma como esta he de arruinarme
y también mi nombre de igual modo ha de borrarse.
No será así (dije yo), deja que cosas más bajas cuenten
con volverse polvo, pero tú por la fama has de vivir:
mis versos tus virtudes raras habrán de hacer eternas,
y en los cielos escribir tu nombre glorioso.
Allí donde la muerte somete a todo el mundo,
vivirá nuestro amor, y renovará vida futura.
(trad. de S. González Corugedo)

Con la popularización de la metáfora —y especialmente durante y después del Romanticismo— bastaba con citar la primera mitad de la imagen, un texto escrito sobre un material infiel o perecedero, para evocar la idea de eternidad con la misma inmediatez con que antes había evocado la de la vanidad. «¡Escribir en el cielo si todo está roto!», anotó en el lager Radnóti, concentrando en una sola frase ambos elementos del motivo.


Sin embargo, el mejor ejemplo de la nueva interpretación del adagio está en la lápida de Keats en el cementerio protestante de Roma. Este dolido epitafio anuncia que el joven poeta, amargado por sus malevolentes enemigos, sólo quiso ver escrito en su tumba: Here lies one whose name was writ in water. Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua.

“This Grave contains all that was Mortal, of a Young English Poet, Who, on his Death Bed, in the Bitterness of his Heart, at the Malicious Power of his Enemies, Desired these Words to be engraven on his Tomb Stone: Here lies One Whose Name was writ in Water.”

«Esta tumba contiene los restos mortales de un joven poeta inglés, quien, en su lecho de muerte, con amargura de su corazón, en poder malicioso de sus enemigos, deseó que estas palabras fueran grabadas sobre la lápida: Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua».

La historia de la literatura inglesa sostiene que este dicho remite a un verso del Philaster (1611) de Beaumont y Fletcher —«All your better deeds Shall be in water writ» – Todas tus mejores obras habrán de escribirse en el agua— y alude a la vanidad de todos los esfuerzos nobles. Sin embargo, si tenemos en cuenta la historia completa del adagio clásico a través de Erasmo hasta Spenser, entonces la inscripción sugiere más bien todo lo contrario: la eternidad de la obra del poeta, que triunfa sobre todo lo transitorio y sobre el mal de este mundo. Bajo esta misma luz nos parece que se lee mejor la paradoja contenida en los versos famosos de Antonio Machado: «Caminante, son tus huellas/ el camino y nada más./ Caminante, no hay camino,/ se hace camino al andar.../ Caminante, no hay camino/ sino estelas en la mar» (Proverbios y cantaresXXIX).