05 noviembre, 2011

El cementerio de Balatonudvari



El viajero que recorra de este a oeste la orilla norte del lago Balaton, al dejar atrás la entrada a la península de Tihany y justo antes de entrar en el pequeño pueblo de Balatonudvari, verá a su derecha un peculiar cementerio, con unas antiguas y grandes lápidas, blancas, redondeadas; sesenta y tres en concreto.

Vista del Cementerio de Balatonudvari, en un mapa mayor

Según reza un panel a la entrada, el cementerio se inauguró en la decada 1770-80 y luego, en 1887, se dividió en tres secciones, calvinista, católica y judía. Entre los escasos 300 vecinos del pueblo no debieron contarse muchos judios, pues en esta última sección, accesible a través de una puerta que la aísla, vemos la tumba de una sola familia. La lápida se levanta sobre la tumba de Fülöp Neumann y su esposa, y la dedican también a la memoria de su hijo, Miksa Neumann y su esposa —asesinados en Auschwitz— los hijos de este último matrimonio. El elemento más llamativo es una típica placa militar, solo recostada en la tumba, en recuerdo de otro hermano de quienes encargaron la lápida, József Neumann, «muerto en acción a la edad de 21 años». Nos preguntamos en qué acción, en 1931, pudo haber caído.




Las lápidas redondeadas se alinean en la sección más antigua del cementerio, la calvinista. También delata cuál es su confesión la ausencia de cruces, tan solo una breve inscripción, casi standard, con el año de la muerte, el nombre del difunto y la edad que tenía al morir. La mayoría de lápidas se colocaron entre 1810 y 1840. Hay tan solo una excepción significativa, la tumba de la esposa del maestro calvinista János Varga, que nació en el momento de la moda de las lápidas curvas, en 1834, pero a quien se le dedicó esta lápida arcaizante erigida cuarenta años más tarde, en 1876. Es probable que ya para entonces flotaran leyendas eruditas alrededor de unas tumbas de aspecto tan poco corriente, y el maestro, conociéndolas de primera mano, contribuyó al renacimiento del mito y el gusto por las viejas piedras. Refuerza esta hipótesis la inscripción más insólita del cementerio: «Ave Turista».




Tanto la tradición local como las guías turísticas que se basan en ella ven un corazón en la forma de estas lápidas. Acerca de por qué alguien querría erigir una lápida en forma de corazón, aquellos años de fervor romántico nos darían explicaciones sobradas. Desgarradoras leyendas y profusas rimas populares nos hablan de un artesano que las tallaba en esta forma para una amada perdida. La versión canónica de tales teorías la acuñó el abogado, publicista y autor popular, Károly Eötvös, en su muy leído Viaje alrededor del Lago Balaton (1900):




Había una vez en Balatonudvari un hombre muy pobre. Un hombre extraño, de mente inquieta, un trabajador del pueblo. Decidió que las lápidas debían tallarse según el modelo de un corazón. Da igual la forma de lo que esté enterrado, pero lo que sobresale y se ve fuera de la tierra, debe ser como el corazón humano. Y la inscripción ha de ir grabada en esta parte.

Los partidarios de las viejas tradiciones protestaron. Pero aquel hombre extraño no se rendía.

– Yo estoy en lo cierto, no tú. En todo caso, el corazón del muerto se convierte en piedra. Primero en polvo y luego de piedra. ¿Por qué pensáis que hay tantas piedras alrededor del pueblo? Y además, hasta el corazón de los vivos se vuelve piedra. ¿Acaso no olvidáis, después de todo, a vuestros seres queridos, tanto a los jóvenes como a los viejos? ¿Acaso los vivos siguen los buenos consejos de los muertos? ¿Siguen su buen ejemplo? Siguen los malos ejemplos, no los buenos. ¿Sería esto posible si el corazón de los vivos no se hubiera convertido en piedra? Es por eso que afirmo que la lápida debe tener forma de corazón humano. Vale tanto para los muertos como para los vivos.

Y habló así hasta convencerlos.

Él mismo tallaba las lápidas. Subía a la montaña a buscar las losas de piedra más adecuadas. Encontró muchas hacia los campos de Dörgicse. Luego las cortaba en forma de corazón. Grababa entonces el nombre del fallecido, y encima el año de su nacimiento y muerte. No pedía dinero por ello. Se daba por satisfecho con un sincero agradecimiento y una copa de vino. Aun así, ellos le pagaban el trabajo.

Aquel hombre extraño murió hace mucho tiempo. En la cabecera de su tumba también pusieron una piedra en forma de corazón. La había tallado él mismo. Desde entonces nadie hace lápidas en forma de corazón. Para la gente pobre sería un lujo superfluo.

Miré aquellas lápidas. Son losas de piedra caliza blanca más o menos rectangular, muy poco pulidas. El corazón está de pie, con la punta clavada en la tierra, arriba la doble curva de sus hombros. La piedra suele ser de unos dos pies y medio de alto por uno y medio de ancho como mucho. El corazón tiene la forma que adopta en la imaginación popular. Como la que se da a las tortas de miel, o como la que tiene el corazón de la Dolorosa traspasado por siete puñales.

Ninguna de las piedras se yergue perfectamente. El tiempo y los elementos las han inclinado. Algunas son apenas visibles entre las hojas caídas. Todo es yermo a su alrededor. Un desierto seco y desolado. Incluso la rosa de piedra y la verdolaga se retiran. Sólo alguna flor pequeña, amarilla, no mayor de un centímetro, quiere vivir a sus pies. Sólo el musgo es indicio de vida alrededor. Incluso éste, seco como una costra. Este mismo musgo cubre las piedras. Unos cuantos caracoles pequeños que subieron a las piedras allí se quedaron, secos. Las letras de las inscripciones son torpes, aunque fuertes. Saco mi cuchillo y trato de limpiar las letras. Vete, musgo, arena, caracolillos. Veamos quién se está desintegrando ahí debajo.

Junto con un amigo buscamos los nombres, y encontramos algunos.

KOZMA KERKAPOLY. Estos dos nombres aparecen con mucha frecuencia. Generaciones enteras yacen aquí.




No es correcto contradecir historias tan bellas y profundas. Nos limitaremos a anotar que estas lápidas no deben recordarnos a los corazones. Son, más bien, típicos cartuchos barrocos, como los que enmarcan con idénticas líneas curvas, replegadas en el centro como un corazón, los grabados de frontispicios de libros, las cartelas de los emblemas y las empresas, las leyendas de los mapas, la insignia del terrateniente sobre la puerta de su palacio, los títulos de los difuntos en los epitafios de las losas funerarias en las catedrales...




El propio Eötvös apunta lo que escuchó de sus amigos políticos Sándor Kozma y Károly Kerkapoly: que sus antepasados ​​calvinistas huyeron de la capital del condado de Veszprém a los extremos de la provincia, a orillas del Balaton, en el siglo XVIII empujados por el enérgico obispo católico Márton Biró de Padány. Es muy posible que estos cartuchos o cartelas de gran tamaño les recordaran sus casas y los escudos de armas de la hermosa ciudad barroca que tuvieron que abandonar, o que su cantero hubiera visto en esos cartuchos la forma más digna de enmarcar inscripciones monumentales.




Los cartuchos de piedra permanecen en pie uno al lado del otro señalando recorridos, como fachadas en las calles de una ciudad barroca invisible. Es fácil imaginar los palacios maravillosos de los que, desde nuestro lado, solo nos es dado ver estas lápidas; los refinados libros cuyos frontispicios enmarcan y a los que Benjamin Franklin se refirió en su propio epitafio:

The Body
Of B. Franklin Printer;
Like the Cover of an old Book,
Its Contents torn out,
And stript of its Lettering and Gilding,
Lies here,
Food for Worms.
But the Work shall not be wholly lost:
For it will, as he believ’d, appear once more,
In a new & more perfect Edition,
Corrected and Amended
By the Author.


[El Cuerpo / De B. Franklin Impresor; / Al igual que la cubierta de un libro viejo, / Su contenido arrancado, / Y despojado de sus Letras y Dorados, / Aquí yace, / Alimento para los gusanos. / Pero el trabajo no será perdido del todo: / Por cuanto, como él creía, / aparecerá otra vez, / En una nueva y más perfecta Edición, / Corregida y Enmendada / Por el Autor.]

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