03 marzo, 2013

Emblemata


Emblemata es una colección de estudios sobre literatura emblemática que emana de las múltiples actividades que alrededor de este punto de enlace entre las letras y las artes desarrollan los investigadores del Proyecto Mundus Symbolicus en el Centro de Estudios de las Tradiciones de El Colegio de Michoacán, en México. Bárbara Skinfill Nogal y Herón Pérez Martínez son las cabezas visibles y los responsables de la última publicación de la serie: Creación, función y recepción de la emblemática (2012), que recién acaba de llegar a nuestra mesa.

Como en todas las publicaciones que provienen de El Colegio de Michoacán, la factura y el cuidado editorial son máximos. Y, si bien es cierto que este ejemplar aparece tras una larga espera desde que empezó a gestarse, todos conocemos cuánto puede costar sacar a luz un libro, y más si su carácter es tan exigente y especializado. Su origen lejano está en el conjunto de reflexiones interdisciplinarias que tuvieron lugar durante el IV Seminario Internacional de Emblemática realizado en El Colegio entre el 29 y el 31 de mayo de 2002: que lo podamos ver ahora encarece la tenacidad y perseverancia de los editores para superar todos los problemas y entregar finalmente este valioso instrumento de trabajo a la comunidad.


Al iniciarse el proceso editorial Bárbara Skinfill nos solicitó a John T. Cull y a Antonio Bernat Vistarini la redacción de la «Presentación» del volumen. Las líneas que siguen a continuación son una parte de este texto, donde comentamos brevemente los trabajos que componen la obra.

Al abrir el libro, encontramos una primera sección dedicada fundamentalmente a cuestiones teóricas de alcance general. David Graham, primero, ofrece un cuestionamiento perturbador de algo tan fundamental y canónico como la estructura tripartita del emblema. Graham postula de manera muy convincente que la definición del emblema que siempre se ha utilizado, a partir de la edición de 1534 de Alciato publicada por Wechel, es inadecuada ya que la gran mayoría de libros de emblemas la viola. Puesto que la estructura de emblema triplex no se corresponde con la práctica mayoritaria observable en los libros de emblemas, y dado que la terminología empleada por Daly y otros muchos de inscriptio, subscriptio y pictura es demasiado restrictiva —incluso en la definición de sus funciones—, Graham sugiere un nuevo modelo para entender esa colaboración entre texto e imagen que solemos denominar emblema. Esta hipótesis tan atractiva nos invita a aproximarnos al análisis del emblema mediante cuatro categorías de funciones (miméticas, semióticas, sintácticas y retóricas) que deben coincidir en una representación de texto e imagen para que se constituya como tal emblema. El presente trabajo de Graham complementa otro anterior suyo sobre el mismo tema: «Emblema Multiplex: Towards a Typology of Emblematic Forms, Structures and Functions», en Peter M. Daly (ed.), Emblem Scholarship. Directions and Developments. A Tribute to Gabriel Hornstein, Turnhout: Brepols, 2005, 131-158.

 En su estudio sobre «Emblematismo discursivo en la paremiología hispánica», Herón Pérez Martínez profundiza una línea de investigación que ha seguido a lo largo de fructíferos ensayos. Aquí se concentra en lo que denomina el «emblematismo discursivo de los refranes entimemáticos hispánicos». Puede resultar polémica la afirmación del autor de que la emblemática de Alciato era algo «que podríamos llamar artística: era predominantemente visual y tenía como función principal el adorno», sobre todo si tenemos en cuenta que los epigramas se elaboraron originalmente sin el componente pictórico. No obstante, la distinción que traza Pérez Martínez entre la emblemática visual y la discursiva, surgida esta última a comienzos del siglo XVII y resultado de una progresiva popularización, es muy útil. El crítico mexicano se vale de los emblemas de Picinelli para ejemplificar este nuevo modo emblemático, creado más para ser oído que visto, y cuya estructura es duplex y no triplex. En este tipo de emblema el elemento más importante viene a ser el lema o mote, cuyas palabras «deben significar una verdad general en relación con el objeto al cual se aplican», e indaga el autor en la similitud de las relaciones refrán/contexto y mote/imagen. El ensayo pasa, a continuación, a establecer las relaciones íntimas entre el modo argumentativo de los refranes y los emblemas, para probar que ambos apelan a la experiencia en su voluntad de expresar verdades de una manera sentenciosa. Finalmente, señala Pérez Martínez la existencia de un tipo de refrán hispánico fundamentalmente emblemático, los refranes exempla, cuyas dos partes son la figura y su aplicación o moraleja.

El artículo con que Federico Revilla contribuye a este primer núcleo no puede calificarse de teórico en el mismo sentido que los anteriores, pero tampoco encajaría cómodamente dentro de las clasificaciones que agrupan los otros ensayos. En su «Horizonte de valores de Sebastián de Covarrubias en sus Emblemas morales», el distinguido historiador de arte ofrece unas observaciones muy sugerentes sobre las peculiaridades del pensamiento y la personalidad de Covarrubias deducidas de este extraordinario libro de emblemas. Cabe destacar el afán por la brevedad, la tendencia moralizante, el interés ocasional por la innovación (sobre todo en la iconografía), el manejo algo torpe de los temas mitológicos, el consejo práctico sobre asuntos cotidianos, el atrevimiento en la crítica social, la preocupación por la educación de los niños y jóvenes, la actitud negativa hacia la mujer, el uso de una erudición vasta y variada a pesar del número tan alto de menciones explícitas de Ovidio, etc. Federico Revilla lleva a cabo una lectura de conjunto de los emblemas de Covarrubias al modo como ya hiciera con otro relevante libro hispánico en «Las Emblemas Moralizadas de Hernando de Soto. Horizonte y retrato de un intelectual laico bajo los Austrias» (Goya, 187-188 (1985), pp. 113-119) o, más recientemente, en «Los emblemas de Juan de Horozco: un ejemplo de moderación» (en Bárbara Skinfill y Eloy González (eds.), Las dimensiones del arte emblemático, Zamora: El Colegio de Michoacán / Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, 2002, pp. 305-317).

Este apartado teórico termina con un breve pero iluminador artículo de Alberto Carrillo Cázares: «Antecedentes de la emblemática en la cultura jurídica». En él, el autor desarrolla el parentesco entre los motes emblemáticos y las Reglas del Derecho, arguyendo que ambos demuestran un culto al texto, una forma concisa y un contenido moral además del estrictamente jurídico. Para ejemplificar su tesis, Carrillo Cázares acude a un texto poco conocido del siglo dieciocho: el Cursus Iuris Canonici, Hispani et Indici del jesuita Pedro Murillo Velarde. De especial interés son las frecuentes alusiones directas a los emblemas del jurisconsulto Andrea Alciato en este tratado de derecho.

La «interrelación entre texto e imagen con la cultura símbolica» es el tema alrededor del cual se  organizan los estudios del segundo núcleo del libro. Pablo Escalante Gonzalbo abre la sección con brillantez: «Nuevas exploraciones sobre la influencia de la literatura emblemática en obras realizadas por artistas indígenas en el siglo XVI, y particularmente en el Códice Florentino». Arguye de manera convincente —en la senda de algunos trabajos iniciados por Santiago Sebastián— que varias expresiones artísticas realizadas por manos indígenas en México en el siglo XVI se inspiran en fuentes emblemáticas. El estudio enfoca las semejanzas entre el túmulo funerario levantado en México para Carlos V y las pinturas que decoran las salas del ayuntamiento en Tlaxcala, por una parte, y por otra, los motivos emblemáticos en el Códice Florentino que se inspiran, probablemente, en los libros de Alciato y Valeriano.

Desde la historia del arte colabora con la descripción e interpretación de un lienzo emblemático Patricia Andrés González: «Una serie eucarística en la Iglesia de San Miguel de Valladolid y su relación con la Victoria de San Ignacio de Diego Díez de Ferreras». En continuidad explícita con un trabajo anterior («Lectura emblemática de la apoteosis de la Eucaristía de Felipe Gil de Mena», en Víctor Mínguez –ed.–, Del libro de emblemas a la ciudad simbólica, Castelló: Universitat Jaume I, 2000, vol. I, pp. 925-954), se establece aquí que la iglesia en la que se halla este lienzo, con su complejo programa iconográfico en torno a un carro triunfal de San Ignacio, era originalmente Casa Profesa de la Compañía y que gozó del patronazgo de doña Magdalena de Borja Óñez y Loyola, hija de Juan de Borja y sobrina-nieta de san Ignacio de Loyola. La autora especula que este lienzo se inspira en una estampa, desconocida o perdida, de las utilizadas por los jesuitas para ayudar en la composición de lugar durante la meditación. Defiende que el uso del carro triunfal deriva probablemente de los tapices encargados a Rubens para el convento de las Descalzas Reales de Madrid y concluye de manera muy documentada que, en su totalidad, el lienzo viene a ser «una representación no sólo del triunfo de san Ignacio, sino una referencia a la gloria de la misma Compañía de Jesús».

 Lucero Enríquez aporta al libro un ensayo erudito e ingenioso: «De la hermenéutica a la impudicia, o los cambiantes destinos de un artefacto del siglo XVIII». Con un rigor de investigación admirable y digno de un detective de novela, Enríquez analiza el lenguaje secreto de una decoración emblemática, El Almacén, obra de Miguel Jerónimo Zendejas y José Ignacio Rodríguez Alconedo, que decoraba originalmente un espacio privado de la botica de la cofradía de San Nicolás Tolentino en la Calle de los Miradores en Puebla, México, y que posteriormente sufrió varias mutilaciones y traslados, quedando 12 de las 18 puertas originales en el Museo Nacional de Historia de Chapultepec. Enríquez sostiene que de los varios discursos complementarios del programa iconográfico, el más importante, relacionado con la figura de la Medicina-Farmacia situada muy cerca de Dios, representa una apología en alabanza y defensa de la nueva ciencia de la farmacopea, y una aseveración política de que esta nueva profesión debía de gozar de plena igualdad con la de los médicos.

Si Enríquez ve en El Almacén la reivindicación de la profesionalidad de los farmaceúticos, María Esther Aguirre Lora revisa en su artículo «Juan Amós Comenio: aproximaciones a la cultura de las imágenes del siglo XVII», cómo el reformador checo dedica gran parte de su obra a defender y realzar el arte de la pedagogía. Sobre todo, analiza las obras Didactica Magna y Orbis sensualium Pictus (El mundo sensible en imágenes) para demostrar la importancia que Comenio consigna a las imágenes como herramienta mnemotécnica para ayudar al alumno a aprender y a organizar su memoria. La segunda parte del estudio se centra en el análisis de un emblema concreto que se repite con variaciones en la obra de Comenio: «la imagen de un bosque donde fluye libremente un riachuelo, enmarcada en el lema: Omnia sponte fluantAbsit violentia rebus». La armonía y amenidad con que la naturaleza va formando y guiando sus creaciones le enseña el camino al maestro, y cómo debe proceder en la formación del alumno. Comenio creía plenamente que la educación era la clave para lograr «el advenimiento de la Edad de Oro del Cristianismo».

De sumo interés es asimismo el estudio breve y certero de Linda Báez sobre «La fórmula Pathos  (Pathosformel) en los programas emblemáticos de la casa editorial de Cristóbal Plantin». Valiéndose de las teorías de Aby Warburg en torno a ciertas imágenes-formula que llegan a formar parte de la conciencia colectiva y que se proyectan en el presente mediante la pervivencia en la memoria humana, la autora estudia concretamente la función de la gesticulación de las manos (elemento importante en la pronuntiatio, una de las cinco partes de la retórica) en emblemas originados en la casa editorial de Cristóbal Plantin.  Estos emblemas son invención del español Benito Arias Montano, residente en Flandes entre 1568-1575 y seguramente seguidor de la secta Familia Charitatis, cuyo «objetivo se centraba en fundar una nueva era mediante la renovación espiritual del hombre a través del amor o la caridad hacia Dios y por lo tanto a sus semejantes». Báez postula que en los emblemas en cuestión, Montano transforma sutilmente el gesto clásico del pronus al acompañarlo de otro nuevo, el de las manos juntas, para transmitir en un lenguaje visual y hermético su mensaje político de imponer la paz sin el uso de la violencia, aplicable tanto a las guerras en Europa como a la conversión evangélica en el Nuevo Mundo.

El tercer núcleo temático del libro reúne cuatro estudios sobre la emblemática en las solemnidades novohispanas. La presencia de la emblemática en los sermones hispánicos es un tema que ha generado mucho interés en años recientes y una densa bibliografía impulsada por críticos como Francis Cerdan, John T. Cull, Giuseppina Ledda, Judi Loach, Fernando Rodríguez de la Flor o Hilary Dansey Smith. Montserrat Galí Boadella se inserta en esta rica vena con su contribución, «Presencia de la emblemática en los sermones fúnebres para el obispo Fernández de Santa Cruz (Puebla, 1699)». El sermón impreso fue un género muy cultivado en México durante el siglo diecisiete. No cabe duda de que «muchas de las imágenes verbales utilizadas en la oratoria sagrada provienen del mundo de la emblemática». Los sermones fúnebres que Galí Boadella ha estudiado presentan claras alusiones y estructuras emblemáticas en el uso de tales motivos como el sol, el corazón, la antorcha y las piedras preciosas. Y por más que resulte casi imposible precisar influencias directas (aunque la autora establece que las bibliotecas de Puebla durante esta época albergaban ejemplares de Ripa, Alciato, Nieremberg y Picinelli), este estudio añade mayor evidencia de hasta qué punto la emblemática permeaba toda la cultura del barroco hispánico.

María Dolores Bravo Arriaga, siguiendo el ejemplo de Víctor Mínguez, que tanto ha ampliado nuestro entendimiento de la función de la emblemática en los programas iconográficos en el arte efímero montado para el recibimiento de nuevos virreyes en las Américas, aporta un estudio sobre «El ojo como espejo-reflejo de las virtudes de un príncipe». Estudia, concretamente, el arco triunfal construido en 1756 para celebrar el nombramiento de un nuevo virrey de Nueva España: Agustín Ahumada y Villalón, Marqués de las Amarillas. Obra de José Mariano de Abarca, los emblemas que adornan el arco triunfal, tal como se describen en el escrito que se imprimió en México en 1756 con el título de Ojo Político / Idea Cabal, / Y ajustada Copia / de Prtíncipes, / que dio a Luz / La Santa Iglesia Metropolitana / de México […], se construyen con motivos emblemáticos harto conocidos en la época, y que se relacionan con el ojo y la imprescindible virtud en el gobernante de vigilancia: Argos, Sansón, el castigo ejemplar del rey Sedecías a quien Nabucodonosor sacó los ojos, el león que duerme con los ojos abiertos, el águila bicéfala de los Habsburgo que vigilaba las posesiones en ambos hemisferios, el grifo que custodia los tesoros, el lince, etc.

 La intención de Salvador Cárdenas Gutiérrez en «La imagen de Felipe V en las festividades de las corporaciones novohispanas (1700-1712)» la resume perfectamente el autor cuando propone el estudio de «esas imágenes que acompañaron como propaganda a los alegatos en defensa de la legitimidad de Felipe V de Borbón … [en] algunas fiestas celebradas en esa época, en las corporaciones civiles y eclesiásticas, que fueron recogidas en impresos en los que se reproducen los sermones del día, y en ocasiones se describen los emblemas y rituales: la ceremonia del Real Acuerdo de México en la Basílica de Guadalupe, las fiestas de la Real y Pontificia Universidad de México, los festivales de la Catedral Metropolitana, y por último […] algunas imágenes del rey contenidas en la homilética de la Catedral de Guadalajara». La iconografía empleada en estos actos públicos novohispanos, destinados a reconocer la legitimidad del nuevo monarca y poner de manifiesto la lealtad de sus súbditos de ultramar, es la típica que encontramos en estos programas propagandísticos. El rey se exalta como guerrero ejemplar e invencible mediante el empleo de símbolos como el león, el sol, y comparaciones con figuras como Hércules, Aníbal, Neptuno, Sansón, Minerva con su olivo y Salomón. Especialmente interesantes son los emblemas inventados para la decoración de la Real y Pontificia Universidad de México, que refuerzan la representación del monarca como hombre dedicado a las armas y las letras. De innegable validez es la conclusión de Cárdenas Gutiérrez, en la que afirma que estas imágenes emblemáticas de Felipe V «constituyen un instrumento de control social tendente a activar los mecanismos de identidad por vía de participación, de entusiasmo y contagio. Las imágenes son, dicho en términos de la época, parte esencial de la ‘razón de estado’, por cuanto se espera de ellas una reacción en pro de la lealtad al gobierno instituido».

Este tercer apartado del libro se cierra con la descripción de un arco triunfal que nunca llegó a verse realizado. Se trata de «El arco triunfal en El Sol Triunfante… de los Hermanos Larrañaga», analizado por Mª Isabel Terán. Se da el caso curioso de que este manuscrito del siglo dieciocho, cuyo paradero actual se desconoce, llegó a imprimirse en una edición facsímil en 1990 sin que los editores se dignaran a indicar su procedencia. Terán especula que el arco nunca se construyó debido, quizás, al «cambio de paradigma literario que se estaba efectuando en la época». El arco se concibió para conmemorar la llegada a México en 1785 del nuevo virrey, Bernardo Gálvez. La autora señala que el texto que estudia se estructura alrededor de la alegoría solar, un recurso bastante común en el arte efímero de Nueva España, aunque no cita el libro que Víctor Mínguez Cornelles dedicó al tema, Los reyes solares. Iconografía astral de la monarquía hispánica (Castelló de la Plana: Publicacions de la Universitat Jaume I, 2001. Colecció Humanitats 7). Entre las posibles fuentes que Terán postula para el programa iconográfico ideado por los hermanos, figuran los libros de Saavedra Fajardo, Solórzano Pereira y Alciato, y establece que los motes se toman principalmente de Virgilio. Uno de los hermanos, Bruno Francisco Larrañaga, llegó a publicar otra obra de este tipo: Colección de los adornos poéticos, distribuidos en los tres tablados que la N.C. de México erigió y en que solemnizò la proclamación y jura de nuestro amado soberano Don Fernando séptimo el día 13. de agosto de 1808 ... México: Imprenta de Arizpe, 1809.

La cuarta y última sección de Creación, función y recepción de la emblemática versa sobre la  presencia de la emblemática en la literatura. Una característica muy atractiva de este apartado es que los estudiosos indagan especialmente en la influencia de la emblemática en la literatura hispanoamericana. Édgar García Valencia titula el primer ensayo «Arte efímero para una historia perpetua: el Coloquio V de Fernán González de Eslava». Dicha obra sobre la guerra chichimeca (1531-1585) caracteriza la lucha contra los chichimecas como una guerra contra el demonio. El coloquio V de los Coloquios espirituales y sacramentales lleva el vasto título «De los siete fuertes que el virrey don Martín Enríquez mandó hacer, con guarnición de soldados, en el camino que va de la ciudad de México a las minas de Zacatecas para evitar los daños que los chichimecos hacían a los mercaderes y caminantes que por aquel camino pasaban». En el programa simbólico del drama, cada fuerte representa uno de los siete sacramentos que los peregrinos visitan de camino al cielo. García Valencia, que ya ha estudiado los emblemas o jeroglíficos que González de Eslava empleó en otros coloquios de esta colección, los ve incluidos en el V de manera algo más embrionaria. Aquí, el lema es el sacramento. Hay una breve descripción de la imagen que se ve en el escenario, y el diálogo de los peregrinos constituye el epigrama emblemático. El autor sugiere la atractiva posibilidad (aunque reconoce la dificultad de establecerlo con certeza) de que «el Coloquio V sea una aplicación, una especie de ekphrasis dramatizada» de un emblema de Georgette de Montenay, cuyo libro de emblemas cristiano, Emblemes, ou devises chrestiennes, salió en 1571.

El título del ensayo de Eugenia Revueltas, «Variaciones sobre un mismo tema», nos deja vislumbrar  su temática principal: el papel de la música en el teatro barroco. Concretamente, la autora estudia la función de la música en dos autos de Sor Juana Inés de la Cruz (El Divino Narciso y Amor es más laberinto) y añade algunas observaciones sobre otro auto sacramental de Calderón de la Barca (La hija del aire). La presencia de la emblemática en Sor Juana ha sido el objeto ya de muchos y excelentes estudios, entre ellos los de Jorge Alcázar, Agustín Boyer, Edmond Cross, Margo Glantz, Sagrario López Poza, Frederick Luciani, Rocío Olivares Zorrilla y Dario Pucini, entre otros. La relación de los emblemas con la música también ha despertado reciente interés, y pueden consultarse con provecho los trabajos de G. Durosoir, Jörg Krämer, Paul P. Raasveld o Luis Robledo. Este estudio trata sobre «una serie de estrategias de recodificación emblemática en torno a los personajes» de Sor Juana, y alcanza especial valor el análisis perceptivo de «la música como signo acústico […] en el teatro del barroco».

Margarita Peña aporta al libro un breve pero fascinante estudio sobre «Emisión y función de un oráculo emblemático del siglo XVI». La autora, que editó en México (Martínez Roca-Planeta, 2002) el Libro del juego de las suertes. Oráculo de Lorenzo Spirito siguiendo la versión castellana de Valencia (Francisco Díaz Romano, 1534), describe el contenido de este curioso y popular libro italiano, redactado como un entretenimiento cortesano y aristocrático hacia finales del siglo XV. Después de explicar su deuda indiscutible con la literatura emblemática, Peña resume la larga historia editorial del Libro del juego de las suertes en muchos países europeos y concluye analizando el interés italiano en la astrología y la adivinación, haciendo hincapié en el número de emblemas astrológicos incluidos en el libro.

Por su parte, Jorge Alcázar suma a la creciente bibliografía sobre la influencia de la emblemática en las obras de Cervantes el estudio, «Una alusión emblemática en El coloquio de los perros», que continúa la línea abierta en «El sustrato alegórico de El coloquio de los perros» (Los días del alción. Emblemas, literatura y arte del Siglo de Oro, A. Bernat Vistarini y John T. Cull, eds., Palma de Mallorca: Olañeta-UIB, 2002, 37-44). Alcázar arguye que el trasfondo del comentario de Cipión cuando afirma que «la sabiduría en el pobre está asombrada; que la necesidad y miseria son las sombras y nubes que la escurecen, y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad y la tratan con menosprecio», está empapado de una larga tradición emblemática que presenta la figura del astro rey. Entre los ejemplos aducidos en apoyo del argumento, figuran emblemas de Ruscelli, Ortí y Solórzano. En este caso de «emblematización de la literatura», Alcázar concluye que «el motivo solar está ausente, mas implícito por las palabras contextualizadoras subsecuentes».

 Rocío Olivares Zorrilla, que ha publicado ya relevantes estudios sobre Sor Juana y la emblemática, entre ellos su espléndida tesis doctoral, La figura del mundo en «El Sueño», de Sor Juana Inés de la Cruz. Ojo y «spiritus phantasticus» en un sueño barroco (Editorial Académica Española), nos ofrece otro acertado análisis en «El enigma emblemático de El Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz». Su punto de partida aquí es un resumen de la historia del género de la silva en la poesía hispánica, una forma métrica adecuada a la ekphrasis. La autora pasa luego a la consideración del uso de la forma piramidal por la poetisa «para emblematizar el vuelo del alma». Esta forma se ajusta perfectamente a la intención de Sor Juana de presentar un enigma y una dimensión alegórica en El Sueño, estrategia que realiza mediante el uso de las «imágenes nocturnas del principio del poema, del tempo poético (festina lente), Harpócrates, la noche, y su sentido pitagórico, el consilio de los animales diurnos en sueño, los emblemas predilectos de la orden jesuita organizados en el cuerpo humano (balanza, reloj y espejo), la oficina del estómago, la dialéctica entre luz y oscuridad, la nave en el mar proceloso, la cadena del ser, Hércules y Faetón y el Sol. Entre todas ellas se encuentra la pirámide misma». Como recuerda Olivares Zorilla, el enigma en la época de Sor Juana se asociaba con la impresa o divisa, donde algo del significado se oculta y exige un desciframiento por parte del lector.

Con el artículo de José Quiñones Melgoza, «Minerva, simbolo y emblema en tres escritores novohispanos: Cervantes de Salazar, Sigüenza y Góngora, y Eguiara y Eguren», se cierra el libro que presentamos. Estos tres autores mencionados marcan tres hitos de la historia de la Universidad de México y coinciden en recurrir a la diosa Minerva (o, en el caso de Sigüenza, a su equivalente Palas Atenea) como símbolo apropiado de la sabiduría en artes y ciencias con que el alma mater dota a sus discípulos. Y si para Eguiara, Minerva es una diosa guerrera que guía a sus soldados recién formados en las aulas universitarias, Quiñones Melgoza se permite el juego de completar con su invención propia las carencias de Eguiara y ofrecer a su Universidad otro emblema que lleva por mote: MINERVA-ATENAS-UNIVERSIDAD; «el grabado o dibujo que vendría debajo lo describe sin duda Eguiara con la figura central de la ‘belicosa y armígera Minerva’, rodeada de sus doctores literatos…» Y lo remata finalmente Quiñones con un epigrama de su propia invención.

A la vista de este conjunto de magníficas páginas, que se remata con tres índices (de imágenes,  onomástico y toponímico), solo queda desear que sus editores y colaboradores sigan dando muestras de su perseverancia y nos ofrezcan en los años venideros muchas más pruebas de buen hacer en un campo de estudio tan complejo como fascinante.

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