19 febrero, 2017

Domingo por la mañana


Aún no hay nadie en el atrio pero la puerta de la iglesia está abierta. El sacristán reza arrodillado ante el altar de San José. Al poco, algunos aldeanos empiezan a llegar, la mayoría con sus trajes tradicionales, las mujeres se sientan a la derecha, los hombres a la izquierda, según mandan los cánones. Mientras el sacerdote absuelve pecados en el confesionario, cerca de la entrada, los fieles cantan los oficios en su lengua materna. Luego, el sacerdote enciende las velas del altar, suena la campana. Empieza la misa

Esto podría ocurrir en cualquier iglesia de pueblo cualquier domingo por la mañana. Sin embargo, es la escena que llega hasta esta Mesa revuelta recién enviada por nuestros corresponsales en China. Están ahora en el Tíbet histórico, entre montañas de seis mil metros de altura, sobre el curso del río Mekong, en la ciudad de Cizhong (茨中), en el Cedro tibetano (ཊསེ་ཌྲོ). Leed a continuación lo que nos cuentan —y bien vale la pena ampliar las fotos— de su mañana de domingo:

El traje tradicional es azul y rojo, con un turbante rojo para las mujeres y un abrigo de piel de yac y sombrero de ala ancha para los hombres, que no se quitan ni en la iglesia. Hablan en el dialecto tibetano lisu. El texto de los oficios divinos se entona con la melodía de los sutras budistas tibetanos. El sacerdote es chino.


Campanas y cantos tibetanos en Cizhong. Grabación de Lloyd Dunn, febrero de 2017

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La primera parroquia católica del valle la consagraron, en 1867, los padres de la Société des Missions Étrangères de París. Su fundador, el padre Charles Renou, pasó dos años en el monasterio lama de Dongzhulin, disfrazado de comerciante chino, para aprender el idioma antes de comenzar su misión tibetana. La comunidad creció rápidamente, pronto abrazó todo el valle y una segunda iglesia se erigió al sur, en la ciudad de Cigu. En 1904, durante la ocupación británica del Tíbet, los rebeldes tibetanos mataron a todos los europeos, incluidos los monjes franceses, pero la orden pronto enviaría nuevos misioneros. El siguiente golpe lo recibió la comunidad en 1952, cuando el gobierno comunista chino prohibió la religión cristiana, desterró a sus líderes extranjeros y encarceló o mató a los chinos. Los católicos de Cizhong, al igual que otros miles de diversas comunidades cristianas chinas, pasaron a la clandestinidad para celebrar sus reuniones en secreto, en casas particulares, durante treinta años. La prohibición comenzó a relajarse en los años ochenta. En 1982, los fieles recuperaron la iglesia que durante todos esos años se utilizó como escuela primaria. En 1990 la restauraron.

El techo de estilo románico, reconstruido después de la devastación de 1905, se parece más ahora a los templos chinos. Las paredes están decoradas con flores de loto chinas y los plafones de la cubierta con motivos tibetanos. Sólo los frescos de los pasillos, con escenas de la vida de Cristo, fueron destrozados durante la Revolución Cultural. En el altar mayor, un Cristo, y en los dos laterales San José y María, cada uno flanqueado por dos cintas rojas, con filacterias chinas en letras de oro. Dos bandas rojas similares lucen también a la puerta del atrio de la iglesia, al parecer colocadas hace poco, para la fiesta de enero de los Reyes Magos: 一 星 从 空 显示, 三 王 不 约 偕 来 yī xīng cóng kōng xiǎnshì, sān wáng bù yuē xié lái, «una estrella surgió de la nada, tres reyes se juntaron para admirarla». Como si nos estuviera hablando a nosotros, que, habiendo tenido conocimiento de esta extraña estrella, hemos venido a verla desde el lejano Occidente


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Hace tres días que salimos de Lijiang, la ciudad central del norte de Yunnan, siguiendo el curso alto del Yangtsé a través de las majestuosas cadenas de montañas de Hengduan y los pasos fronterizos tibetanos, siguiendo la Ruta del Caballo y del Té por la Meseta de Gyalthang. Aquí estaban los antiguos pastos de los reyes tibetanos, donde las caravanas de té podían sentir que habían superado la peor parte del viaje. También nosotros descansamos aquí por primera vez, en la ciudad de Zhongdian, recientemente rebautizada por el gobierno chino como la mítica Shangri-La para promover el turismo interior. A continuación, otro viaje en autobús de cuatro horas serpenteando por las escarpaduras hasta la ciudad de Deqin, en cuyo dominio las diez cimas blancas de nieve de la cordillera de Meili brillan tornasoladas al atardecer y al amanecer. Desde aquí no hay transporte público, hay que alquilar un taxi siguiendo ritualmente una negociación bien coreografiada, en chino, durante la cual hay que salir del coche airadamente, agarrando el equipaje y sacudiendo la cabeza con indignación, hasta que el conductor mismo te siga por la calle principal proponiendo un precio al fin razonable. El precio razonable es de cuatrocientos yuanes para dos –unos 50 euros–, ida el sábado por la tarde y vuelta el domingo por la tarde al valle de Cizhong, que se encuentra a setenta kilómetros al sur a lo largo del Mekong.


A medida que nos acercamos a la iglesia, los campos de arroz en la vega del río se sustituyen por un espectáculo muy inusual aquí, bajo los Himalayas: viñedo. Las uvas fueron plantadas por los padres franceses y echaron raíces en el valle, protegidas del norte, y se extendieron al sur. Su producto es entregado hoy a la bodega de un comerciante de Hong Kong. Lo encontramos ya en Shaxi como «el vino de los monjes», y se vende en muchos lugares del pueblo.

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Al norte, donde se abre el valle del Mekong, todavía podemos ver las cumbres de las montañas de Meili. Caminamos hacia la iglesia entre casas de madera tibetanas, cobertizos, puertas talladas. En algunas aparece una cruz entre los dragones. Calabash se revuelve entre naranjos muy productivos. Las ancianas de turbante rojo nos devuelven el saludo, nos invitan a comer. Los niños se esconden detrás de las puertas ante la visión de estos demonios de nariz larga. El convento, en su momento fundado para albergar monjas tibetanas enfermeras y maestras, fue más tarde una escuela y ahora está abandonado. Pero la iglesia ha sido muy bien restaurada. El sacerdote chino, que vino de Mongolia Interior, un hombre menudo y sin edad definible, pasea por el cementerio rezando el rosario. –¿A qué hora es la misa de mañana? –A las diez.

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Los fieles llegan a las nueve y media, se reúnen en los escalones de la iglesia. Todos entregan algún billete al sacristán o conserje que está sentado a la puerta. Para el mantenimiento de la iglesia, cinco yuanes, diez yuanes. En euros, de uno a uno y medio. La joven sentada a su lado registra cuidadosamente el nombre de cada donante y la cantidad en un cuadernillo. Un hombre de rostro serio llega con una bolsa grande de cartero, despega los anuncios rojos de la semana anterior que lucen en el interior de la puerta y coloca encima los nuevos. Hay muchos niños, la mayoría cargados a la espalda, otros dos o tres van de la mano: la ley china de un hijo no se aplica a los pueblos minoritarios. Los niños reciben la mayor atención en la iglesia. Se los pasan de mano en mano y son libres de correr y jugar en la parte posterior del templo.

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Solo han pasado unos años desde que el pueblo tiene de nuevo sacerdote. Respeta la ceremonia laica que arraigó en el último medio siglo. Así, la misa dominical prácticamente se duplica. De diez a once, los fieles rezan tal y como hicieron durante los sesenta años pasados sin sacerdote. Cantan el oficio en su lengua materna. Es el momento en que cada uno diga lo que considere importante para la comunidad. El cartero de rostro serio explica en tibetano los anuncios en chino que acaba de colocar en la puerta. La joven de la colecta también se levanta y lee de su cuadernillo cuántos han dado algo por la iglesia. A la entrada de los «huéspedes extranjeros» todo el mundo nos mira y asiente con aprobación. El sacerdote sale del confesionario a las once, enciende las velas del altar y da inicio a la misa «de verdad», esta vez en chino. La iglesia está llena, más de doscientas personas de las seiscientas que pueblan la aldea, de las cuales el 80% son cristianas. Unas chicas jóvenes leen las lecturas, el sacerdote pronuncia un sermón corto y concentrado que se escucha con atención. Antes de la comunión, a la frase de «Que haya paz entre nosotros», se dan la mano según la costumbre china, inclinándose uno frente a otro. Muchos se nos acercan también desde los bancos de los hombres, acogiéndonos con obvio placer en la comunidad. Entonces se forma una larga cola, todos van a comulgar.

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Nos sentamos en la primera fila vacía de la bancada de los hombres para tomar mejores fotos. Los niños se sientan detrás, miran a la cámara. Se la dejamos, cambiamos a la vista en la pantallita y les mostramos cómo hacer zoom. Se la pasan cuidadosamente, la prueban con emoción, enfocando puntos de la iglesia, al sacerdote, a los fieles. La devuelven pidiéndome que les saquemos una foto. Nos dan un apretón de manos manos serio, de adulto.


Acabada la misa vamos hasta el borde de la ciudad para fotografiar los campos de arroz. Un solitario acantilado bordea el camino, con una stupa tibetana que se ha erigido allí recientemente. Subimos hasta ella por los cien empinados escalones. Sólo desde lo alto vemos que tiene un cementerio detrás, un cementerio cristiano. Hasta la Revolución Cultural probablemente hubo una cruz también en el acantilado, luego los budistas tomaron posesión simbólicamente de este importante punto. Pero el cementerio se salvó. Las tumbas tienen cruces, un fénix y un dragón para significar la resurrección y el cielo, inscripciones chinas, solo una tumba decrépita lleva una antigua escritura tibetana. Hace una semana, para celebrar el nuevo año lunar, el pueblo acudió hasta aquí a visitar a sus antepasados, como lo atestigua visiblemente el banquete ofrecido a los muertos según la costumbre china: naranjas, manzanas, plátanos, dulces, semillas de girasol.

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De vuelta del cementerio, vemos al sacerdote sentado ante un portal, hablando con los aldeanos. Cuando nos ve, su rostro se ilumina, viene a saludarnos extendiendo las manos e inclinándose ante nosotros. «Venid más a menudo», dice.


12 febrero, 2017

Un puente sobre el río Heisui


El viejo puente de Shaxi cruza el río Heisui saliendo por la Puerta Oriental. La ciudad aún no existía y el puente ya estaba en pie. Sobre él corría la ruta del té y los caballos desde lago Erhai, en el sur, atravesando los valles de la cordillera de Hengduan, hacia los pasos de montaña del Tíbet. Un antepasado suyo estuvo antes ahí, en el siglo VIII, cuando la dinastía Tang empezó los envíos regulares de té de Yunnan al Tíbet a cambio de caballos. En su forma actual como puente de piedra fue construido bajo la dinastía mongola de Yuan en el siglo XIII, junto a otros miles que buscaban mantener el imperio mongol cohesionado. Marco Polo también pisó estas losas. Más tarde, cuando la dinastía Ming en la década de 1390, después de largas batallas, conquistó Yunnan, último bastión de los mongoles, se intentó reforzar la unidad del imperio mediante la fundación de monasterios budistas. Cerca de la cabeza derecha del puente pero lo suficientemente lejos como para que el río no lo inundase en primavera, construyeron en 1415 el templo de Xingjiao, con un monasterio. Pronto, el mercado semanal de la zona, que tenía lugar en el cerro de Aofeng, en medio del valle de Shaxi, se desplazó hasta allí para acogerse a la defensa espiritual y militar que otorgaba el monasterio. Frente al templo, pues, se organizó el mercado y alrededor del mercado, el casco antiguo de Shaxi, la estación mejor conservada de la ruta del té y los caballos.

Aquel puente que vio como crecía una ciudad a su lado guarda aún cierta distancia aristocrática con los advenedizos. Sigue a doscientos pasos de la Puerta Oriental de la ciudad. En la cabeza más próxima tenía su propia capilla taoísta donde los viajeros, antes de cruzarlo, rezaban por un feliz regreso y hasta quemaban incienso frente a los desgastados leones de piedra del remate de los pretiles. Todavía hoy lo hacen, aunque el tiempo de las caravanas terminó para siempre. La última que enfiló esta vía lo hizo en la década de los 40, antes de que el viejo mundo también desapareciera de Yunnan. Un pequeño murete se levanta justo a la entrada del puente para vedar el paso a caballos y carros. Solo se permite cruzarlo a pie. A veces, en la noche cerrada, cuando el puente duerme se pueden oír relinchos, los golpes de los cascos y el tintineo de las campanillas de cobre.


Caravana de caballos en Shaxi. Grabación de Lloyd Dunn, febrero de 2017








07 febrero, 2017

Al este del Edén

Ayer, a primera hora de la mañana en la Puerta Oriental del pueblo de Shaxi, Yunnan (China). Un lugar alejado por completo de los circuitos turísticos occidentales

Sabemos de la fascinación que sentía Jorge Luis Borges por la cultura china, aunque fuera desde una reverente distancia (y tantas veces irónica, jugando con apócrifos...). Pero nos provoca un asombro insuperable contemplar la fotografía que acaban de mandar nuestros enviados especiales a China a su paso por Shaxi, en la provincia de Yunnan. ¡Vedla aquí abajo! En efecto, aquí aparece, y en español clarísimo, la voz de Borges. En sí misma, esta fotografía demuestra que el mundo no es sino una inmensa biblioteca y que, en palabras de Stéphane Mallarmé, «Tout, au monde, existe pour aboutir à un livre». Al menos, así es nuestro mundo, nuestro universo. Quizá también nuestro deseo compartido hasta Yunnan, nuestra mejor forma de estar vivos.

Shaxi, Yunnan (China). Pared lateral de la casa de té con una frase que suele atribuirse a J. L. Borges: «Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca». La traducción china es solo aproximada: «Si existe el Paraíso, entonces es como una biblioteca»



Pero en estos tiempos de globalización, aquella infinita biblioteca de Babel que describiera Borges adquiere matices nuevos. Si esta frase escrita sobre un muro de una ciudad china alejadísima de Occidente la buscamos en Internet, cientos de páginas nos la darán firmada y certificada por Jorge Luis Borges. Y sin embargo, enunciada así, no es suya. La más parecida que salió de su mente se encuentra en el Poema de los dones: «Lento en mi sombra, la penumbra hueca / exploro con el báculo indeciso; / yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca». A favor del autor del grafiti juega que no la atribuye explícitamente a nadie. Y la pluma y el tintero dibujados remiten a épocas antiguas... ¿Pero quién habrá escrito un apócrifo borgiano en este muro? ¿Por qué precisamente ahí?

Nuestros corresponsales en China acaban de empezar su viaje y están tan atareados que aún no han podido responder al vivo requerimiento de más detalles sobre las circunstancias de la foto. Nos dejan  ansiosos de más noticias desde aquel lado del mundo. Es decir, desde aquella parte de la biblioteca de Babel.

Shaxi, Yunnan. Teatro de la era Quing en la plaza del mercado viejo, cerca de la Puerta Oriental. Los interesados pueden seguir por aquí, minuto a minuto, las peripecias de nuestros enviados especiales.

01 febrero, 2017

Morir de alegría

Un quirémboloo quizá aquí más propiamente un quiroglífico– en la portada del libro Actuação escrita (Lisboa: & etc, 1980) que recoge la poesía de Pedro Oom

En la única línea que conservamos del perdido Manifesto Abjeccionista (Manifiesto Abyeccionista, 1949) firmada por su promotor, el poeta Pedro Oom (1926-1974), se lee que este movimiento debe basarse en la «resposta de cada um à pergunta: Que pode fazer um homem desesperado, quando o ar é um vómito e nós seres abjectos?» (qué puede hacer un hombre desesperado cuando el aire es un vómito y nosotros seres abyectos).

Grupo Surrealista de Lisboa, 1949. De izquierda a derecha: Henrique Risques Pereira, Mário Henrique Leiria, António Maria Lisboa, Pedro Oom (sentado), Mário Cesariny, Cruzeiro Seixas, Carlos Eurico da Costa e Fernando Alves dos Santos

Paradójicamente, alguien que albergaba unas ideas tan negras acerca del mundo y sus habitantes murió de alegría –literalmente– al día siguiente de estallar la Revolución de los Claveles, el 26 de abril de 1974, mientras festejaba el cambio de rumbo de la historia de Portugal en un bar de Lisboa de nombre tan ajustado a las extravagantes circunstancias como «13». Recientemente recordó parte de esta historia Manuel Rivas en el diario El País; y hoy el mejor conocedor de los movimientos poéticos de vanguardia en Portugal, Perfecto Cuadrado, me ha regalado «porque me caes bien» (justificación que me hace especialmente feliz), esta pequeña joya bibliográfica que dejo entre los papeles de nuestra Mesa Revuelta para quien quiera leerla.


Es un pliego en cuarto, sin cortar, y con un folio mecanografiado encartado. Va en él una misiva dirigida a João Palma Ferreira, quien acabaría siendo con el tiempo director de la Biblioteca Nacional de Lisboa, donde le conocí. El pliego trata de las interioridades del embrollo —como lo califica el propio Oom— en que se movían las frecuentísimas disputas entre escuelas e individualidades de la literatura de vanguardia en Portugal. Y el desencadenante es una crítica de Palma Ferreira, en el Diário Popular, a la obra de Mário Cesariny Nobilisima visão. El tono de Oom es algo atrabiliario y muy combativo contra varias afirmaciones sobre su nivel de disidencia o adscripción al grupo surrealista, comentando las volubles relaciones entre los miembros y la participación del propio Oom en la redacción del manifiesto A Afixação Proibida, lanzando, al paso, algunas pullas contra el editor y escritor Luiz Pacheco. El folio encartado contiene, en una cara, la respuesta inmediata de João Palma Ferreira, y en la otra la última misiva de cierre del propio Oom.
Va primero el pliego abierto, y luego por páginas. Clic para ampliar










No podemos dejar de añorar los tiempos en que, por un quítame allá esas pajas, uno se tomaba la molestia de componer cuidadosamente y mandar a la imprenta, a su costa —siendo generalmente pobre, como es el caso— y a su riesgo —la censura podía actuar de manera arbitraria y onerosa— documentos como este. Y luego todavía adjuntaba las sucesivas cartas de respuesta. Hoy publicamos de manera instantánea, gratuita, universal y sin apenas censura. Pero no conseguimos morirnos de alegría.